Los Napoleones de fin de Semana
LOS NAPOLEONES DE FIN DE SEMANA
Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a lacita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas yreglamentos bajo el brazo, como los miembros de una cofradíaclandestina, dispuestos a poner patas arriba la Historia. Algunos sontipos tímidos, solitarios. En apariencia, incapaces de matar una mosca.
Pero fíate y no corras. Bajo su aspecto gris ocultan un corazón detigre, y cada fin de semana deciden sobre la vida y la muerte de milesde seres humanos. Saben de heroísmo, y de coraje; y de encajarimpávidos los azares del destino y de la guerra, tal vez más que muchosde esos militares de verdad que a veces se cruzan por la calle, con suuniforme y sus medallas que a ellos les hacen sonreír disimulada,esquinadamente, con mueca de viejos veteranos.
Los jugadores de los llamados wargames o juegos de guerra de salón nadatienen que ver con el militarismo, o las ideologías. Del mismo modo queunos juegan al tenis, otros al póker, y otros a la herencia de TíaÁgata, los aficionados al asunto, que es una especie de ajedrez pero alo bestia, reproducen sobre tableros, con las fichas apropiadas,situaciones estratégicas o tácticas de la Historia; y basándose encomplicados reglamentos, intentan darle las suyas y las de un bombero aRommel, por ejemplo, en El Alamein; o compartir gloria con Napoleón enAusterlitz; o dar la vuelta a la tortilla haciéndole la puñeta a Aníbalen Tresino, Trebia, Trasimeno y Cannas. La forma usual es un terrenoreproducido en detalle sobre grandes tableros, y allí, con piezas,soldaditos de plomo o fichas adecuadas, se desarrollan losacontecimientos históricos y sus variantes, en largas operaciones de unrealismo asombroso que llegan a durar horas, e incluso días.
Como masones, los adictos al género intercambian informaciones,reglamentos, experiencias. Hay especialidades, por supuesto: artistasdel combate táctico a nivel de pelotón, capaces de batirse casa porcasa durante días en los alrededores de la fábrica de tractores deStalingrado, y genios de la logística que llevan tercios a Flandes porel camino español de la Valtelina entre las diez de la mañana y lasocho de la tarde de un mismo día. A algunos les gusta reunirse engrupos, haciéndose cargo cada uno de un bando, o un cuerpo de ejército,o de una simple unidad de infantería; y otros prefieren habérselas detú a tú con el tablero, o con la pantalla del ordenador, que facilitael juego a solateras. En cuanto a sexo, predomina el masculino; aunqueno faltan excepciones, como la novia de mi amigo Miguel -el hombre quemás cargas de caballería ha ordenado en la historia de la Humanidad- ,que es una moza dulce y apacible hasta que el fin de semana, ante eltablero, se convierte en una despiadada y lúcida táctica, capaz decañonearse peñol a peñol con el Victory, o putear al general Dupont enDespeñaperros hasta que el maldito gabacho pide cuartel y misericordia.
Son la leche. Cuando los ves descargar adrenalina en sus excitantesaventuras finisemanales, compruebas asombrado cómo se transforman anteel tablero para compensar otra vida a menudo monótona, tal vezinsustancial. De pronto, inclinados sobre los hexágonos del mapa,considerando los factores de movimiento entre Washington y Gettysburg ola potencia de fuego de una división Panzer en los campos embarrados deSmolensko, les aflora toda la seguridad, toda la pasión, todas lascualidades buenas o malas reprimidas en el día a día: abnegación, buenjuicio, crueldad, rapidez, egoísmo, iniciativa, sacrificio. Ycomprendes que resulta imposible saber lo que cada ser humano, inclusoel de apariencia más torpe, bondadosa, malvada o gris, atesora en sucorazón o su cabeza.
Y además, comprendo el placer personal intenso, fascinante, de hacerletrampas a la Historia. De romperle los cuernos a Bismarck en Sedán, odestrozar los cuadros escoceses en Waterloo. O volver a la oficina ellunes por la mañana y dirigirle al imbécil de tu jefe una sonrisaenigmática que él nunca entenderá, ignorante del momento de gloriainfinita que viviste a las tres de la madrugada de ayer, cuando, trasdoce horas de combate, encendiste con mano temblorosa un cigarrillopara contemplar desde el alcázar del Santísima Trinidad, entre losmástiles derribados y los pasamanos hechos astillas, como ardía laescuadra inglesa frente al cabo Trafalgar.
Arturo Pérez Reverte, El Semanal, 1996
Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a lacita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas yreglamentos bajo el brazo, como los miembros de una cofradíaclandestina, dispuestos a poner patas arriba la Historia. Algunos sontipos tímidos, solitarios. En apariencia, incapaces de matar una mosca.
Pero fíate y no corras. Bajo su aspecto gris ocultan un corazón detigre, y cada fin de semana deciden sobre la vida y la muerte de milesde seres humanos. Saben de heroísmo, y de coraje; y de encajarimpávidos los azares del destino y de la guerra, tal vez más que muchosde esos militares de verdad que a veces se cruzan por la calle, con suuniforme y sus medallas que a ellos les hacen sonreír disimulada,esquinadamente, con mueca de viejos veteranos.
Los jugadores de los llamados wargames o juegos de guerra de salón nadatienen que ver con el militarismo, o las ideologías. Del mismo modo queunos juegan al tenis, otros al póker, y otros a la herencia de TíaÁgata, los aficionados al asunto, que es una especie de ajedrez pero alo bestia, reproducen sobre tableros, con las fichas apropiadas,situaciones estratégicas o tácticas de la Historia; y basándose encomplicados reglamentos, intentan darle las suyas y las de un bombero aRommel, por ejemplo, en El Alamein; o compartir gloria con Napoleón enAusterlitz; o dar la vuelta a la tortilla haciéndole la puñeta a Aníbalen Tresino, Trebia, Trasimeno y Cannas. La forma usual es un terrenoreproducido en detalle sobre grandes tableros, y allí, con piezas,soldaditos de plomo o fichas adecuadas, se desarrollan losacontecimientos históricos y sus variantes, en largas operaciones de unrealismo asombroso que llegan a durar horas, e incluso días.
Como masones, los adictos al género intercambian informaciones,reglamentos, experiencias. Hay especialidades, por supuesto: artistasdel combate táctico a nivel de pelotón, capaces de batirse casa porcasa durante días en los alrededores de la fábrica de tractores deStalingrado, y genios de la logística que llevan tercios a Flandes porel camino español de la Valtelina entre las diez de la mañana y lasocho de la tarde de un mismo día. A algunos les gusta reunirse engrupos, haciéndose cargo cada uno de un bando, o un cuerpo de ejército,o de una simple unidad de infantería; y otros prefieren habérselas detú a tú con el tablero, o con la pantalla del ordenador, que facilitael juego a solateras. En cuanto a sexo, predomina el masculino; aunqueno faltan excepciones, como la novia de mi amigo Miguel -el hombre quemás cargas de caballería ha ordenado en la historia de la Humanidad- ,que es una moza dulce y apacible hasta que el fin de semana, ante eltablero, se convierte en una despiadada y lúcida táctica, capaz decañonearse peñol a peñol con el Victory, o putear al general Dupont enDespeñaperros hasta que el maldito gabacho pide cuartel y misericordia.
Son la leche. Cuando los ves descargar adrenalina en sus excitantesaventuras finisemanales, compruebas asombrado cómo se transforman anteel tablero para compensar otra vida a menudo monótona, tal vezinsustancial. De pronto, inclinados sobre los hexágonos del mapa,considerando los factores de movimiento entre Washington y Gettysburg ola potencia de fuego de una división Panzer en los campos embarrados deSmolensko, les aflora toda la seguridad, toda la pasión, todas lascualidades buenas o malas reprimidas en el día a día: abnegación, buenjuicio, crueldad, rapidez, egoísmo, iniciativa, sacrificio. Ycomprendes que resulta imposible saber lo que cada ser humano, inclusoel de apariencia más torpe, bondadosa, malvada o gris, atesora en sucorazón o su cabeza.
Y además, comprendo el placer personal intenso, fascinante, de hacerletrampas a la Historia. De romperle los cuernos a Bismarck en Sedán, odestrozar los cuadros escoceses en Waterloo. O volver a la oficina ellunes por la mañana y dirigirle al imbécil de tu jefe una sonrisaenigmática que él nunca entenderá, ignorante del momento de gloriainfinita que viviste a las tres de la madrugada de ayer, cuando, trasdoce horas de combate, encendiste con mano temblorosa un cigarrillopara contemplar desde el alcázar del Santísima Trinidad, entre losmástiles derribados y los pasamanos hechos astillas, como ardía laescuadra inglesa frente al cabo Trafalgar.
Arturo Pérez Reverte, El Semanal, 1996

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